Georges Bataille "La mentira poética de la animalidad"
Born | Georges Albert Maurice Victor Bataille 10 September 1897 Billom, France |
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Died | 9 July 1962 (aged 64) Paris, France |
Era | 20th-century philosophy |
Region | Western Philosophy |
School | Continental philosophy |
Notable ideas | The accursed share, base materialism, limit-experience |
Georges Bataille "La mentira poética de la animalidad"
Nada, a decir verdad, nos está más cerrado que esa vida animal de la que
hemos salido. Nada es más extraño a nuestra manera de pensar que la
tierra en el seno del universo silencioso y no teniendo ni el sentido
que el hombre da a las cosas, ni el sinsentido de las cosas en el
momento en que quisiéramos imaginarlas sin una conciencia que las
reflejase. En verdad, nunca podemos más que arbitrariamente figurarnos
las cosas sin la conciencia, puesto que nosotros, figurarse, implican la
conciencia, nuestra conciencia, adhiriéndose de una manera indeleble a
su presencia. Podemos sin duda decirnos que esa adhesión es frágil,
incluso en tanto que nosotros dejaremos un día de estar ahí,
definitivamente. Pero nunca la aparición de una cosa es concebible más
que en una conciencia que sustituya a la mía, si la mía ha desaparecido.
Esta es una verdad grosera, pero la vida animal, a mitad de camino de
nuestra conciencia, nos propone un enigma más embarazoso. Al
representarnos el universo sin el hombre, el universo en el que la
mirada del animal sería la única en abrirse ante las cosas, como el
animal no es ni una cosa ni un hombre, no podemos más que suscitar una
visión en la que no vemos nada, puesto que el objeto de esta visión es
un deslizamiento que va de las cosas que no tienen sentido si están
solas, al mundo lleno de sentido implicado por el hombre que da a cada
cosa el suyo. Por esto no podemos describir un objeto tal de una manera
precisa. O mejor, la manera correcta de hablar de ello no puede ser
abiertamente más que poética, en tanto que la poesía no describe nada
que no se deslice hacia lo incognoscible. En la medida en que podemos
hablar ficticiamente del pasado como de un presente, acabamos por hablar
de animales prehistóricos, igual que de plantas, de rocas y de aguas,
como de cosas, pero describir un paisaje unido a esas condiciones no es
más que una tontería, a menos que se trate de un salto poético. No hubo
paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo
que miraban, en el que, a nuestra medida, los ojos no veían. Y si ahora,
en el desorden de mi espíritu, contemplando como un bruto esa ausencia
de visión, me pongo a decir: «No había ni visión ni nada, nada más que
una embriaguez vacía a la que el terror, el sufrimiento y la muerte, que
limitaban, daban una especie de espesor...», no hago más que abusar de
un poder poético, sustituyendo la nada de la ignorancia por una
fulguración indistinta. Ya lo sé: el espíritu no podría pasarse sin una
fulguración de palabras que le forma una aureola fascinante: es su
riqueza, su gloria, y es un signo de soberanía. Pero esta poesía no es
más que una vía por la que un hombre va de un mundo cuyo sentido es
pleno a la dislocación final de los sentidos, de todo sentido, que se
revela pronto como inevitable. No hay más que una diferencia entre lo
absurdo de las cosas consideradas sin la mirada del hombre y el de las
cosas entre las que el animal está presente, y es que el primero nos
propone en principio la aparente reducción de las ciencias exactas,
mientras que el segundo nos abandona a la tentación pegajosa de la
poesía, pues como el animal no es sencillamente cosa, no está cerrado e
impenetrable para nosotros. El animal abre ante mí una profundidad que
me atrae y que me es familiar. Esa profundidad en cierto sentido la
conozco: es la mía. Es también lo que me es más lejanamente escamoteado,
lo que merece ese nombre de profundidad que quiere decir con precisión
lo que me escapa. Pero es también la poesía... En la medida en que puedo
ver también en el animal una cosa (si le como —a mi manera, que no es
la de cualquier otro animal— o si le domestico o si le trato como objeto
de ciencia), su absurdo no es menos corto (si se quiere, menos próximo)
que el de las piedras o el aire, pero no es siempre, y nunca lo es del
todo, reductible a esa especie de realidad inferior que atribuimos a las
cosas. Un no sé qué de dulce, de secreto y de doloroso prolonga en esas
tinieblas animales la intimidad del fulgor que vela en nosotros. Todo
lo que finalmente puedo mantener es que tal visión, que me hunde en la
noche y me deslumbra, me acerca al momento en que, ya no dudaré más, la
distinta claridad de la conciencia me alejará al máximo, finalmente, de
esta verdad incognoscible que, de mí mismo al mundo, se me aparece para
hurtarse.
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